Vivimos un otoño de lluvias torrenciales que calan a los deportistas que okupan las carreteras. Desde el bar se les observa con fenicio distanciamiento: una copa de vino y un suculento sofrit pagès, como el que me sirven en Kantaun. Que cada cual emplee su tiempo como prefiera, pero sin joder a los demás: eso es tolerancia.
Pero ¿hay tolerancia en la política? Da la sensación que la cosa se está radicalizando y, lo peor, pretenden contagiar su mal humor a la calle caliente. No lo tienen fácil, pues afortunadamente (pese al aumento de cargos públicos y coches oficiales) no todo el mundo mama de la teta pública.
Desde hace años existe una creciente desconfianza a la política, a la cual se otorgo generosa carta blanca en los años de la Transición. Hoy en la calle ya nadie –a no ser que sea algún mercenario a sueldo de pesebre partidista— confía ciegamente en los que dicen servirle (para servirse mejor).
A veces hay algún despliegue de furia y mal humor, pero sería un gran error permitir a los burrocratas dictar nuestro estado de ánimo, o regresaríamos a una maldita guerra incivil. Lo que exigimos es más sentido común y que no sigan recortando derechos yendo de un extremo al otro. Que se vigilen mucho mejor entre ellos y que, antes que al mafioso corporativismo de las siglas de un partido, sepan que son responsables ante los que deben gobernar, les hayan votado o no.
Lao Tsé dijo hace un par de milenios aquello de que gobierno imperceptible, pueblo feliz; gobierno solícito, pueblo desgraciado. Que administren por tanto lo mejor posible, pero que no pretendan reeducarnos, pues la calle –donde realmente se parla— es más sabia que cualquier parlamento.