Son personas que formaron parte de tu vida en otra tierra o que compartieron batallas en algún momento de tu historia en la isla. Son amigos de la infancia, de la carrera o de la juventud dorada a los que sedujiste con cantos de sirena para que conocieran Ibiza y quienes, tras enamorarse de ella sin remedio, te visitan cada año para escuchar juntos su balada. Son también aquellos con los que compartiste sueños en sus calles y en sus playas, pero que tuvieron que abandonarlas por algún motivo, laboral o familiar, con la pena y con los recuerdos cosidos al alma. Son amigos de esos con los que tejiste confidencias, secretos, apuntes, noches de fiesta, viajes o proyectos que hoy perduran y que cada verano regresan para hacerte los días más bonitos y para balancearte en una especie de vacaciones de la marmota.
La mayoría se buscan la vida y simplemente te escriben un WhatsApp para decirte que llegan en unos días o que ya están instalados en «nuestra isla».
El pasado lunes recibí tres mensajes con el mismo texto: «Ya estamos aquí», y una burbuja de felicidad me inundó por dentro, sabiendo que tendría grandes raciones de abrazos de más de 20 segundos, y que iríamos juntos a comer a nuestros restaurantes preferidos, donde brindar y bañarnos en las aguas más turquesas del mundo. El miércoles decidí juntarlos y cenamos risas, gambas y sardinas. Lo más sorprendente de todo fue que se conocían de Madrid. La pareja formada por Miriam, mi compañera de facultad y sonrisa contagiosa, y Ovidio, su cocinero de futuro y platos únicos, habían coincidido en Madrid con Ana, mi amiga de la infancia de Aranda, y con su chico David, y tenían incluso fotos juntos de una noche difusa.
Mireia, por su parte, ha llegado para quedarse. En su promesa de días juntas tenemos ya eventos inolvidables como el del pasado viernes en el nuevo restaurante peruano de Aguas de Ibiza, llamado Maymanta, y clases de ‘supyoga' que impartirá en la isla durante todo el verano y a las que prometo sumarme. Marta llegaba con su familia, esa que ha compartido conmigo hasta hacerme parte de ella, para inundarlo todo de alegría y promesas. Es de esas personas con las que nada es imposible y todo se viste de colores chispeantes. Por eso llevo 15 años dando las gracias a los hados por haberme permitido montar con ella nuestra empresa.
Sus visitas me devuelven a casa un poco más pobre de bolsillo pero más rica de espíritu. Puede que algunas veces nos quejemos del gasto que nos supone compartir a su lado cuentas kilométricas y planes que suman ceros, que les recordemos con el ceño fruncido y la carcajada fácil que nosotros no estamos de vacaciones, sino trabajando, y que si nos fundimos nuestros fondos luego, cuando queramos emularlos y hacer un viaje allende los mares, tendremos que conformarnos con escapadas al pueblo para bailar en festivales ribereños. Pero la realidad es que sin sus «ya estamos aquí» nuestros veranos olerían menos a crema, a sal y a mejillones, a humedad de noches compartidas y a anécdotas que nos quitan años y preocupaciones, y la verdad es que recuperar el frescor de Burgos en mis próximos días de asueto, al amparo de Sonorama, es el único destino que me apetece. Por cierto, a partir de mañana seré yo quien les diga a otros: «Ya estoy aquí, ¿vamos al concierto de Zahara?».