Mi abuelo Leandro era Policía Municipal en Madrid en la comisaría del Distrito Centro. Siempre patrullaba con su inseparable compañero Paez y era muy respetado y querido por mucha gente. Siempre presumía de no haber usado su arma reglamentaria porque prefería su don de gentes, carisma y conversación para hacer su trabajo. Sin embargo, don Leandro se transformaba unas horas cada 15 días. Cuando jugaba su Atleti, aquel hombre amable, simpático y cercano, montaba en su Seat 127 y en compañía de su mujer Trini, su hijo Rober y su nieto Manu, iba al Calderón para animar al equipo de sus amores. Estoy casi seguro que nunca entendió mucho de tácticas y seguramente tampoco conocería algunas reglas, pero su Atleti era su Atleti y se convertía en un hombre fiero que se dejaba la garganta gritando a todo lo que no llevara rayas rojas y blancas. Los árbitros, por aquel entonces de negro «cucharacha o grillo», y los jugadores del Real Madrid eran sus preferidos. Nos sentábamos en un fondo y aunque la jugada hubiera sucedido en el otro, a más de 100 metros, y nunca usara prismáticos, se desgañitaba gritando ¡¡penalti!!, ¡¡falta!!, ¡¡expulsión!!, ¡¡agresión!! y otras sutilezas que mejor no reproducir aquí. Y yo alucinaba porque aquel era un hombre que no conocía.
Por eso nunca me ha gustado ver gente que se desahoga de sus problemas de la semana en un campo. Los árbitros siempre me han parecido tipos muy valientes, que se merecen todo nuestro respeto por atreverse a pitar con tanto loco suelto y los contrarios, personas iguales a tí pero con una camiseta de otro color. Desgraciadamente este fin de semana en un campo ibicenco, viendo un partido con mi hijo, he vuelto a presenciar aquellos gestos, insultos, pasión descontrolada y violencia contenida a punto de estallar. Volví a recordar a aquel don Leandro al que por unas horas no reconocía. Y me dio rabia porque por unas horas, le quería un poco menos.