Me levanto cada mañana y soy consciente de que soy un privilegiado. Arrastro algún achaque y alguna que otra picadura de mosquito, el ácido úrico que de vez en cuando se me rebela y tengo algo más de tripa que la que debería, pero estoy bien de salud y di negativo en la prueba del coronavirus. Tengo una pequeña casa, acogedora, con un pequeño jardín y decorada a mi gusto. Una madre a la que adoro porque más que madre es amiga y confidente, un terremoto por hijo de casi cuatro años que, de momento sólo me da alegrías, y trabajo de periodista, la profesión que más me gusta y me gustará siempre. Mi cuenta corriente, aunque no boyante, me da para comprar comida, llegar más o menos a fin de mes y si me apuras tener algún capricho. Y, además, vivo en Ibiza, un paraíso natural increíble ahora que no hay demasiado turismo, voy en bici a trabajar y tengo coche con seguro.
Así que sería injusto no dar gracias a la vida, y más viendo la situación en la que viven miles de personas a mi alrededor. Mi padre me enseñó a vivir el momento, el hoy y el ahora, porque cuando menos te lo esperas se nos baja la persiana para siempre pero no sé si podrán pensar lo mismo todas esas personas que hacen cola en las ong para intentar comer todos los días, que no pueden pagar el alquiler o que, simplemente, lo han perdido todo con esto del coronavirus. Ellos tampoco pensarán en el futuro, pensarán en las próximas horas y en que harán para subsistir un día más pensando en como alimentar a sus familias y rezando a sus dioses para que sus trabajos les vuelvan a reincorporar o que no cierre para siempre. Gente que, a día de hoy, pasean su dignidad sin tener nada o casi nada al borde de perderlo todo. No podemos dejarles solos. No se pueden quedar atrás. Hay que tomar medidas y pensar en lo que se nos viene encima. Porque, ellos, no son tan privilegiados como yo.