El próximo jueves mi hijo Aitor de cuatro años tiene que volver al colegio. Lleva muchos meses sin pisar un aula y estoy seguro de que tendrá muchas ganas de ver a sus profesores y a sus compañeros, aunque no hay nada mejor que pasar las mañanas con su lala aprendiendo, jugando y haciendo todo lo que les permiten los abuelos. Él está, más o menos, al margen de todo esto del coronavirus.
Es cierto que cuando nos ve con mascarilla casi siempre nos pide que le pongamos la suya, se lava las manos constantemente e intentamos que mantenga una distancia de seguridad, pero él es un tío feliz que disfruta con la vida como lo hace cualquier niño sin más responsabilidad que la de descubrir el mundo.
Sin embargo, nosotros los padres, ya con muchas más canas y más experiencia en esto de vivir, estamos preocupados. Seguro que habrá quien no le dará importancia al coronavirus como los negacionistas pero yo, por mi parte, y creo que por primera vez en mi vida, he decidido tomarme algo realmente en serio.
Creo que este virus que sigue extendiéndose y que nunca se fue, por mucho que nos dijeran que lo habíamos vencido, sigue muy presente y creo también que hay que ser sinceros y consecuentes. No podemos seguir poniéndonos vendas en los ojos y por eso veo muy acertadas las palabras ayer de Joan Amorós en la entrevista que sale publicada hoy en este periódico. Entre muchas cosas ciertas bajo mi humilde punto de vista y otras muy consecuentes, creo que lleva toda la razón cuando afirma que «los colegios no serán lugares seguros». No hay que alarmarse más de lo debido.
No hay que llevarse las manos a la cabeza. No hay que volverse locos. Siendo sinceros y realistas lleva toda la razón. La misma que cuando dice que ser profesor es uno de los oficios más bonitos del mundo. Como el de periodista.