Carezco de conocimientos científicos sobre epidemias, pero aun con el lastre de mi gran ignorancia me cuesta mucho creer que los virus lleven un reloj de pulsera y, al dar las doce de la noche, se desperecen y asal-ten las calles con un gran entusiasmo por contagiar a los seres humanos. Las autoridades –tanto las competentes como las incompetentes– aducen que eso de la prohibición de circular por la calle entre doce de la noche y seis de la madrugada tiene el objetivo de evitar aglomeraciones, pero mi experiencia me advierte que, salvo en fiestas patronales y el día de Nochevieja, los ciudadanos no son muy partidarios de andar por las calles de sus pueblos y ciudades a esas horas.
Las aglomeraciones que yo suelo contemplar son las de las siete de la tarde de un sábado, en un hipermercado, o las de entre tres y cinco de la tarde de un viernes, en el transporte colectivo de las grandes ciudades. ¿Y los fines de semana? Los fines de semana es cierto que hay (había) mucho ambiente, pero la última vez que bajé a Madrid para ver el espectáculo de Pedro Ruiz y cenar con él, cuando faltaban diez minutos para las once, nos indicó el maître que a partir de esa hora el restaurante se exponía a una multa, y nos quedamos sin postre para poder tomar café.
Y es que, si los restaurantes echan a la gente a la calle a las once de la noche, y los bares también están cerrados, y no hay discotecas, ni churrerías abiertas, está claro que los únicos que circulan por la calle son panaderos, médicos, taxistas, o bomberos y policías en horas de servicio. Puede haber algún vicioso que, pasada la medianoche saque el perro a mear, pero organizar un toque de queda, o de pega, por un perro meón, me parece excesivo. Bueno, a mí me parece excesivo, pero seguramente se debe a mi ignorancia sobre el comportamiento de los virus.