El otro día volví a citar al genial Néstor Luján cuando un relamido maître se atrevió a preguntarme por el rancho: «Pues verá usted, si la sopa hubiera estado tan caliente como el vino, el vino hubiera sido tan viejo como el pollo, y la pechuga del pollo tan abundante como la de la camarera, ah, realmente hubiera sido una cena memorable».
En Ibiza proliferan cada verano una serie de garitos y gañanes que pretenden vendernos el lujo y la exclusividad. El resultado es una grosera estafa que solo deslumbra a los pobres de espíritu con cultura de revista y bolsillo abultado. Pero me alegra anunciar que los nativos, salvo que sean esclavos virtuales de mercenarios influencer, ya están sobradamente vacunados.
El dandy Oscar Wilde sentenció que el lujo es lo único imprescindible en la vida. ¡Naturalmente! Para el lujo es preciso la luminosa cultura, una sensibilidad hacia la belleza, un cierto sentido del gusto, calma y voluptuosidad. Lujo es cuando traen la botella a la mesa donde estás sentado y te sirven la copa a tu medida, gozar del placer de la sobremesa sin abominables estridencias electrónicas, bailar el sirtaki al sol en una playa bronceada de silencios, navegar al rumbo de nuestro capricho, estar libre de fanatismos políticos y leer a Montaigne antes que a Kant (o las vitalistas sonatas del marqués de Bradomín antes que «el infierno son los otros» del existencialista Sartre), pasear por el nocturno Dalt Vila y escuchar una guitarra en la lunática Sa Penya, gozar de una puesta de sol sin los groseros altavoces de una party-boat…
«Mis gustos son muy sencillos, solo me gusta lo mejor», decía el periodista y político británico Winston Churchill. Sí, el lujo acostumbra a ser sencillo aunque a veces también hay magníficas extravagancias.