La palabra asesino viene del término hachassini o fumador de hachís. Tiene su origen en los temidos sicarios del ismaelita Hassan Sabbd, capaces de asesinar a los poderosos de una época medieval comprendida entre el 1099 y 1257. Tiempo de terror hasta que cayó el castillo de Alamut, mandado por el Viejo de la Montaña. Incluso el viajero veneciano Marco Polo habla de ellos en su Libro de las Maravillas y de cómo el Viejo formaba a su secta de fanáticos asesinos, obedientes perfectos hasta el suicidio.
Me vienen estos recuerdos asesinos al leer al colega y criminólogo Paco Pérez (un cocktail entre Philip Marlowe, Pepe Carvalho y Colombo), que informa que en siete días se han incautado tres toneladas de hachís en aguas pitiusas.
Tengo muchos amigos hachassini –habitualmente pacíficos, hoy desconsolados por la efectividad de la Benemérita— que tratan de convencerme a pasarme a su bando. Pero mi genética es más alcohólica y tabaquera y se rebela fuertemente ante los efectos del hachís. La última vez que lo probé fue a cucharadas, en una dulce miel que me ofreció una fascinante criatura con curvas de odalisca circasiana que recitaba a Rumi al pie de la chimenea. Al principio pensaba que era de romero y devoré la miel como un oso amoroso, pues era imposible resistirse. (Luego la odalisca devoró mi tierno corazón, pero esa es otra historia y solo daré fe de que el corazón es un órgano que regenera maravillosamente.) Los efectos fueron desastrosos y terminé con un globo sideral, aullando a la luna en pelota picada por la campiña invernal, hasta que desayuné un milagroso bocata en Santa Gertrudis.
El gran Escohotado me aconsejó que la próxima vez aproveche mejor el viaje. Pero yo creo que es una cuestión de odalisca.