Vivimos oscuros tiempos en los que perdemos calidad de vida a pasos agigantados. Los chiringuitos de playa eran esos lugares de encuentro en los que confraternizar y alegrar un día de playa. Algunos de ellos son ilustres por congregar a ibicencos de todas las generaciones que escapan del parque de atracciones en el que se ha convertido media isla. Basta visitar Es pas de s'illa, Pou des Lleó o Cala Mastella para comprobar que no sólo no molestan, sino que son necesarios porque los concesionarios se encargan de cuidar de la playa y el entorno, amén de ofrecer un servicio a sus visitantes. Se encargan de mantener aquello que la Administración abandona.
En un espectro diametralmente opuesto se encuentran los beach clubs (acertadamente ya prohibidos en Sant Joan), antros revestidos con apariencia de lujo que les sirve como pretexto para cobrar combinados mediocres a precio de riñón. Con su inaudible ‘chunda chunda' perturban la paz de los que no están dispuestos a soportar sus inmisiones pero sí quieren disfrutar de la playa. Pobres ignorantes que se creen divinamente superiores por tener una clientela con más silicona y ácido hialurónico que neuronas. No se dan cuenta que el verdadero cáncer de Ibiza son ellos, promocionando sus atrocidades como si la «magia» de Ibiza tuviera algo que ver con un gintonic con más vegetales que ginebra.
Pasa lo de siempre: pagan justos por pecadores. Algunos propietarios de chiringuitos ven como la siempre negligente y arbitraria Demarcación de Costas cierra sus negocios por capricho o como licitadores con más dinero que escrúpulos les arrebatan su sustento. Soportar el verano en Ibiza es cada vez más complicado, no queda isla para tanto sátrapa. Cuando la usura entra por la puerta la decencia escapa por la ventana.