Me despertó primero el sonido lejano del telefonillo de un vecino. Al principio alejado, como ese tipo de ruidos que se cuelan entre sueños sin terminar de espabilarnos del todo. Sin embargo, no cesaba. Era un ruido neutro que se repetía una y otra vez con distinta cadencia. Minutos después escuché otro a lo lejos, uno más vibrando arriba y un tercero abajo para, finalmente, sentir atronar el de mi propia casa. Abrí los ojos de golpe, me incorporé y miré el reloj. Eran las cinco de la mañana y sabía que, recuperando costumbres de borrachos anónimos de otra época, el protagonista de este artículo sería el invitado indeseable de algún vecino de mi edificio.
Intenté volver a dormirme, pero el rítmico silbido continuaba golpeando con saña el silencio de la que debería de haber sido una noche tranquila. Habrá quienes echen la culpa a la luna llena y al eclipse que minutos antes protagonizaba, pero, siendo honestos y pragmáticos, no hay más lobos entre los humanos que quienes deciden serlo.
Decidí ponerme los tapones de cera de emergencia ubicados en mi mesilla; un arma infalible a la que me acostumbré durante años, hasta que declaramos nuestra finca libre de alquileres vacacionales y nos unimos para denunciar el desatino que supone albergar a personas que desconocen el significado de convivencia y de educación. Llegamos, incluso, a albergar una casa en la que explotaban a mujeres y en ese caso quienes me despertaban de madrugada eran los seres más asquerosos de este planeta: puteros que osaban preguntar si aquí había «chicas».
De pronto se escucharon gritos. «Abre, abre», chillaba de forma gutural. No sé quién claudicaría y le abriría el portal en aquel alarde de incivismo, ni tampoco de qué forma conseguiría convencerlo con su lengua de trapo, pero aquel hombre ya estaba dentro. A los chillidos les sucedieron las patadas en la puerta. Ahí fue cuando nos levantamos. Tras varios minutos de aporreo insistente, bajó veloz las escaleras sin caerse a pesar de la imprecisión de sus pasos y se coló en el garaje para tirar objetos contra una ventana. En ese momento llamamos a la policía.
En otros tiempos y en otros artículos, los locales me tenían fichada por la cantidad de veces que requería su ayuda entre fiesta y fiesta a horas intempestivas. Trabajar de mañana en una emisora de radio y no poder conciliar el sueño porque un guiri, un italiano o un alemán deciden poner el «chunda-chunda» a todo trapo, cantar sin mesura o surfear a bordo de unos tacones de otro universo, eran mi pan de cada día. En verano siempre teníamos que desconectar el portero automático para evitar escenas como la de este lunes y, la verdad, les aseguro que no las echaba de menos.
Antes de que los agentes llegasen escuchamos una voz firme y cuajada de autoridad que le amonestó por su comportamiento: «¿Cree usted que es de recibo que su problema, porque si usted no tiene llaves y no le abren ese es su problema, se convierta en el conflicto de toda una comunidad de vecinos?». Se hizo el silencio. El animal que ya había tirado la puerta abajo a patadas se convirtió en un cachorro incapaz de vocalizar que intentaba justificar sus actos. «Mi primo no me abría, y yo sabía que estaba dentro, perdone usted», intentaba justificarse. «Pues se va usted a dormir a la playa o a un hotel, pero esto no se lo vamos a permitir en este edificio», concluyó aquella voz. En ese instante el presidente de mi comunidad, cuya tonalidad dilucidé pegada a la puerta como buena señora que soy, se convirtió en un superhéroe, ya que por el estado del chaval este podría haberse puesto agresivo o responder de otro modo. Ya era las cinco y media de la mañana, el eclipse había pasado y el despertador sonaría una hora después. Cuando la policía llegó ya solo les esperaban la indignación y el silencio.
¡Qué poquito os echábamos de menos, primos, y qué largo se nos va a hacer el verano!
PD: Gracias, señor presidente, no he tenido la oportunidad de hacerlo en persona en toda la semana.