Hay un cuento vienes que trata de un hombre que va al restaurante Neugröschl de Viena y come un gulash. En cuanto regresa a su casa se acuesta dos veces con su mujer, tres con su cuñada, viola a la sirvienta y es detenido justo antes de atentar contra su hija. El caso es tan interesante desde el punto de vista clínico que se convoca un consejo presidido por un profesor de fama mundial. El médico de la familia informa: el hombre no ha hecho nada extraordinario: se limitó a ir al Neugröschl a comer gulash. «¿Qué sugiere usted que hagamos herr profesor?», le preguntan al gran erudito. «No sé qué es lo que ustedes van a hacer—dice el gran profesor—, en lo que a mí respecta, voy a ir al Neugröschl a comer gulash».
¿Existe la comida afrodisiaca? Posiblemente, aunque sus platos son como la viagra y sólo funcionan cuando hay disponible un objeto de deseo. En las novelas del genial Ian Fleming, creador de James Bond, salen continuamente las ostras, los caracoles, el caviar, los huevos benedict, cangrejos, pasta boloñesa con mucho ajo, grandes vinos de Burdeos y champagne Taittinger. Es curioso que muchos de esos platos también son recomendados por el amatorio gourmand, Giacomo Casanova, en sus memorias.
Lo que sí resulta fundamental para lograr sensaciones erotizantes es el entourage. Los garitos de susto gusto estándar y música de supermercado suelen provocar el anticlímax. Al contrario que unas sardinas en una caseta de pescadores junto a un vino blanco de Can Rich, un mero de mar y no de piscina, un pan payés con sobrasada en Cala Aubarca, las hierbas del Anitas, una vodka con zumo de pomelos de Buscastell… ¡Ah, sí, lo bueno siempre anima!