Buscaba un poema que relatase el dolor caliente de quienes ven calcinados sus pueblos, sus montes y sus casas, y no lo he encontrado. Tampoco he sido capaz de ponerle letra a la canción más triste del verano, al crepitar del fuego devorando pasado, presente y futuro y a la impotencia de los que saben que somos nosotros, como especie, como comunidad y como invasores, quienes, de seguir así, terminaremos con todo.
Lo estamos haciendo muy mal cuando la tierra se nos quema por fuera y por dentro, descuidando nuestros campos e invirtiendo lo mínimo en la prevención de incendios. Desde aquí, como ciudadana, va mi disculpa a todos los cuerpos de Protección Civil, Bomberos, UME y voluntarios.
Hemos confundido la protección del entorno con su abandono y, mientras sufrimos esta amnesia colectiva, nuestros bosques carecen de cortafuegos y desaparecen sin remedio verano tras verano. No es necesario abrazar árboles para salvaguardarlos, basta con imitar a nuestros mayores recordando su valor y limpiando su entorno para que aquí, en las ciudades, podamos seguir con nuestras vidas hedonistas y urbanitas.
Ya no hay animales libres pastando para evitar que esas tripas antes verdes sean el combustible oscuro y perfecto para un fuego que ha devorado 200.000 hectáreas de nuestro país este año. Se trata no solamente del mayor espacio consumido de toda Europa, sino también de las peores cifras para España en este siglo. Los que somos de la centuria pasada no recordábamos el infierno tan de cerca desde la ola de calor de 1994, esa en la que nos cortaron hasta el agua y cuando empezamos a entender que ser ecologista era una cuestión de sentido común y no admitía otra postura en mentes inteligentes. (Como el feminismo, que no es sino la defensa de la igualdad de derechos entre hombres y mujeres, el ecologismo aboga por proteger el ecosistema para evitar la extinción de las demás especies, no solo porque su desaparición podría poner en riesgo la supervivencia de la raza humana, sino porque tienen la misma potestad para vivir en este planeta que nosotros).
Buscaba un poema que pusiese palabras al reptar del dolor curvo en la Sierra de la Culebra, al silencio de los dos muertos que deja y al escozor de las quemaduras que ha provocado en sus 15 heridos. No se habla de cifras de animales muertos, pero me imagino la punzada en las tripas de sus ganaderos y de sus 5.000 desalojados. Llora de impotencia Zamora, tierra de iglesias románicas y carácter noble y fuerte, y sus lágrimas saben a ceniza en vez de a sal por la inacción de todos, pero especialmente de quienes gestionan nuestros impuestos y olvidan que invertir en protección ambiental es hacerlo en salud y en futuro.
Son más los incendios que asolan mi Castilla y León, la misma que enamoró a Machado y que hoy no tiene versos. Cebreros, en Ávila; Montes de Valdueza y Paradaseca, en El Bierzo; Monsagro y Candelario en Salamanca o Navafría, en Segovia… junto a los míos, a pocos metros se desgrana también Almaraz de Duero, avanzando por la Tierra del Pan con la rapidez que ofrecen los extensos campos de cereales, esos mismos que observo embobada cada vez que los recorro para volver a casa. Y mientras se buscan culpables, pirómanos reales y metafóricos, nosotros, todos, los que no hacemos nada, porque cruzarse de brazos es también comisión del delito, asistimos a los informativos como espectadores de este teatro cruel al que cada día le quedan menos actos.
Estamos convirtiendo el mundo en una bola de fuego, ustedes y yo, y lo estamos haciendo muy mal permitiendo que La Tierra se nos muera. Este calor abrasador nos está empezando a quemar por dentro y no es una ola, no es pasajero, créanme, sino un Tsunami llamado a devastarlo todo si no empezamos a correr a tiempo.