Un político (o política o polítique, que la gilipollez es tan injustamente igualitaria como los daños colaterales) es alguien que busca problemas, los encuentra, emite un diagnóstico falso y aplica la solución equivocada. La definición del Marx bueno (¡Groucho, Groucho, Karl es el error!) cabe perfectamente la nueva chapuza legal que está soltando a delincuentes sexuales a la calle en medio de una gran alarma social. ¿La responsabilidad? Ni está ni se la espera cuando la culpa siempre es de los otros.
La incapacidad de demasiados políticos ya ha dejado de sorprender, aunque sea insultante. El ejército de asesores, secretarios, consejeros y demás parásitos de la teta pública, colocados a dedo por los que asaltan el poder y gastan el dinero público («que no es de nadie», una memaministra dixit) solo sirven para aumentar la confusión, distribuir propaganda y diluir el reconocimiento de los errores.
Desde la gozosa Bali, cuna de mil dioses y destino de lunas de miel pasadas por curry, el presidente insomne (lagarto, lagarto aunque se ponga el batik) defendió una ley de la cual es el mayor responsable sí o sí. Los efectos son de momento delirantes; y los que se empeñaron en sacarla sin atender a consejo, cargan contra el machismo de los jueces que se ven obligados a aplicarla. Zeitgeist de una época de perpetuos ofendidos y caraduras irresponsables que pretenden reeducarnos en un páramo ideológico sin ingenio ni humor.
Una banda de violadores, golpistas, corruptos, malversadores, fugados, etcétera, ven como sus penas son menos penas con los experimentos de la nueva progresía enemiga del progreso. Pero, ¿no se había acabado ya un estado de alarma del todo inconstitucional?