Los tribunales españoles conocen de miles de casos cada día. Muchos de ellos son civiles y se refieren a cuestiones relativas a arrendamientos urbanos, comunidades de propietarios o derecho de familia. Otros, administrativos o laborales, como los recursos contra las multas de tráfico o el despido de un trabajador. Los demás, procedimientos penales de la más diversa índole.
Dentro de estos últimos, la inmensa mayoría versan sobre delitos patrimoniales; en concreto, pequeños hurtos sin interés mediático. Pero, en ocasiones, tiene lugar un hecho que, rápidamente, despierta la atención de los medios de comunicación. Y luego, a golpe de noticia y tertulia televisiva, opinión tras opinión, va calando en la sociedad hasta el punto de que, poco tiempo después de ocurrido y, por ende, antes de que los tribunales dicten sentencia, miles de ciudadanos ya saben con seguridad qué fue lo que aconteció, quién es el culpable y la pena que merece.
Es lo que se conoce como «juicio paralelo». Una idea que entronca con la necesidad de inmediatez que caracteriza a la sociedad actual. La justicia es lenta, ha de seguir los procedimientos establecidos en la ley, recabar todas las pruebas y llegar a una conclusión. Pero la opinión pública reclama presteza, una respuesta rápida que satisfaga la sed de «justicia» que las redes sociales se han encargado de provocar.
Los medios de comunicación cumplen un papel fundamental en un sistema democrático. Su pluralidad y la diversidad de líneas editoriales genera riqueza y contribuye al necesario debate público. Y los periodistas de nuestro país, salvo contadas excepciones, como ocurre en cualquier colectivo, desempeñan su función de informar a la sociedad con rigurosidad y profesionalidad.
Ahora bien, existen determinados vicios que, por inercia, se han ido implantando a lo largo del tiempo y que, para una necesaria garantía del derecho a la presunción de inocencia, deberían ser corregidos cuanto antes. Ejemplo claro es la utilización generalizada de la palabra «presunto», en sus diversas formas gramaticales. Presunto delincuente, presunto asesino, presunto estafador, presunto malversador. Es decir, presunto culpable. Y no presunto inocente, lo que, con arreglo a la Constitución, es cualquier persona hasta que se dicte sentencia por un tribunal.
En sustitución de esta desafortunada expresión, bien podría hablarse de «persona investigada por un hecho determinado». Es menos llamativo, es cierto. La portada no quedaría igual. Pero sería la forma más acorde con los derechos fundamentales reconocidos en nuestra Norma Suprema. Y, sin duda, menos estigmatizante para la persona en cuestión, la cual, como hemos visto en decenas de ocasiones, después de ser sometida a una terrible inquisición pública, es absuelta por no haber quedado acreditada su participación en el hecho delictivo.
Lo mismo ocurre, por ejemplo, con las demandas públicas de prisión provisional que, por definición, no es una pena inmediata y ejemplarizante, sino una medida cautelar con una finalidad específica prevista en la Ley de Enjuiciamiento Criminal: el aseguramiento del proceso. O, más concretamente: evitar el riesgo de fuga del investigado, que éste atente de nuevo contra la víctima o que oculte, destruya o altere pruebas.
Si no concurre ninguna de estas circunstancias, no será posible acordar esta medida. No olvidemos que la libertad es un derecho fundamental reconocido en la Constitución y, en consecuencia, su limitación ha de ser la excepción, nunca la regla general. Afortunadamente, queda ya lejos aquella legislación franquista que imponía la prisión provisional automática ante ciertos delitos graves o en los casos de «alarma social».
Y digo esto porque, de un tiempo a esta parte, he presenciado con estupor como aquellos que se autodefinen como los defensores de la libertad sostienen postulados propios de sistemas autoritarios. Resulta cuanto menos paradójico contemplar a determinados «antifranquistas» demandar la aplicación de medidas propias del franquismo, represivas y escasamente compatibles con el modelo democrático constitucional.
La «alarma social» es un concepto del todo impreciso, relacionado con la percepción general de la ciudadanía ante la comisión de un delito concreto. Y su valoración como criterio para acordar la prisión provisional choca frontalmente con el Convenio Europeo de Derechos Humanos. En otras palabras, es un criterio incompatible con los principios democráticos que proclama nuestra Constitución.
El proceso penal tiene por objeto la investigación de unos hechos presuntamente delictivos, la identificación de su autor y su condena (o su absolución). Y, para ello, los jueces han de aplicar la ley. Una ley emanada del Poder Legislativo que, para un juez, no puede ser justa o injusta, simplemente ha de ser la ley. Y si ésta no le gusta, podrá coger otra papeleta cuando lleguen las elecciones. Pero mientras tanto, la aplicará.
Por muy deleznable que nos pueda parecer un hecho delictivo comentado en cualquier plató, tengamos presente que ninguno de los tertulianos lo ha presenciado. Ninguno de ellos se ha entrevistado con la persona investigada ni con los testigos. Ninguno ha acudido a la escena del crimen ni ha visto las pruebas. En resumen, ninguno conoce lo que realmente sucedió. Y, pese a ello, en un claro ejercicio de irresponsabilidad, se atreven a condenar públicamente a quien ni siquiera ha sido juzgado. O peor aún, a solicitar su ingreso en prisión incluso antes de su primera declaración ante el Juez de Instrucción.
Seamos, pues, responsables. Y no condenemos públicamente a quien no ha sido condenado y que, mañana, tal vez, pueda ser absuelto.