El inteligente, cínico y horroroso Henry Kissinger, estadista y juerguista, acuñó aquella frase de la erótica del poder. Posiblemente la inventó en sus estudios sobre el Congreso de Viena, esa cumbre diplomática que no avanzaba sino que danzaba, cuando las potencias europeas trataban de poner orden tras el meteorito napoleónico. En esa época lujuriosa anterior al puritanismo victoriano Talleyrand y Metternich se comunicaban secretos de Estado por medio de sus amantes, Lady Castlereagh se adornaba el cabello con la Orden de la Jarretera, el zar Alejandro bebía los vientos por la princesa Bragation y, hasta el soso rey de Dinamarca, para ponerse a tono, se encamaba con una guapa obrera austriaca que se volvió loca al creerse la reina (pero el intercambio sexual no siempre conlleva introducción social).
¿Es el poder entonces un afrodisiaco? Putas y putos sobrevuelan a su alrededor, desde luego, pero dudo mucho de la intensidad sexual de la clase política celtibérica. También dudo que la política sea una vocación de servir. La experiencia demuestra que están antes para servirse y hacer dinero. ¡Ah, hermosa Formentera, jaca negra, luna roja y aceitunas en mi alforja! Y el mentiroso sinvergüenza, erótico cual vendedor de crecepelo, Repelús Sánchez, ha llegado a quitar importancia a eso de la malversación.
Resulta curioso comprobar cómo en el mundo latino el adulterio, llevado discretamente, no se condena tanto como en la órbita anglosajona. El anodino presidente Hollande vivió su mayor auge de popularidad cuando se supo que compraba croissants para desayunar a una actriz. Y Berlusconi rememoró la diplomacia sensual de los Borgia en sus fiestas bunga-bunga y solo pudieron expulsarlo del poder las agencias internacionales de rating, que no las urnas.
¿Erótica del poder? Antes creo en el poder de la erótica.