Los apóstoles hicieron lo que el Señor les había dicho después de resucitado: «Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda la creación». Todos los fieles desde el Papa al último bautizado, tienen el derecho y el deber de participar activa y corresponsablemente, cada uno según su propio estado, en la misión que Dios Padre confió a Cristo y Cristo confió a su Iglesia. La difusión del Evangelio debe llevarse a cabo simultáneamente con obras y con palabras. Hoy en día, como siempre, hay crisis de Fe. Muchos viven como si Dios no existiera. No me refiero a los ateos, los agnósticos, y a los que las obras de Dios y de la Iglesia, no interesan para nada. Unos la han perdido, otros nunca han creído. Muchos la han despreciado y han sido causa de persecución de la Iglesia de Cristo.
Hay mucha ignorancia religiosa. Jesús, el Hijo de Dios nos ha revelado los misterios de Dios. Un misterio es una verdad que no podemos comprender por nuestras propias fuerzas, necesitamos la ayuda sobrenatural de la Divina Gracia. Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes. El que crea y se bautice se salvará, el que no crea será condenado (Mt.5,13-16).
Sin Fe no podemos agradar a Dios. Lo primero es creer en Dios Padre. La persona que vive con honradez y ama de verdad a sus semejantes, no nos quepa duda, se salvará. El que piensa que después de esta vida temporal no hay nada, es un incrédulo, que no hizo caso a lo trascendente.
Dichosos los que crean sin haber visto, dijo Jesús a Sto. Tomás. Hemos de rezar el Credo con el corazón y la boca, sabiendo que hay un Cielo, un Infierno, y un Purgatorio. También sabemos por la Fe, que nadie queda excluido de la Vida Éterna. Jesús bajó del Cielo para salvarnos a todos, y que la Misericordia de Dios es infinita. Un gran pecador- todos somos pecadores-, si se convierte, puede ser un gran santo. Jesucristo nos revela que Dios es «Padre», no solo en cuanto es creador del Universo y del hombre, sino sobre todo, porque engendra eternamente en su seno al Hijo que es su Verbo, resplandor de su gloria e importa de su sustancia(Cat. de la Iglesia Católica, números 44 y 46).
Todos los cristianos acudimos a la Virgen María, para suplicarle que sea nuestra esperanza, ahora y en la hora de nuestra muerte.