En San Petersburgo el duque de Osuna, dandy formidable, epató y ganó envidias y corazones. Los embajadores competían por ver quién daba la comida más cara –horterada que también se estila en la moderna Ibiza—, haciéndose traer ostras de Arcachon a las que había que cambiar el hielo a lo largo de un viaje trepidante, el caviar de los sátrapas persas, las más finas becadas, trufas con aromas de campesina del Piamonte… Eran citas que se emplazaban a tres meses para poder organizar el ágape, pero Osuna mantuvo que superaría cualquier comida y emplazó a los sorprendidos comensales al día siguiente.
Los recibió en su palacio a orillas del Neva, dándoles a comer huevos fritos. Cuando los otros embajadores, ligeramente mosqueados, osaron preguntar por qué semejantes huevos eran la comida más cara de la historia, Osuna los guio a la cocina, donde inmensos sacos de rublos eran quemados para calentar la sartén, que freía unos huevos que valían más que el oro.
En otra ocasión, el duque de Osuna se enamoró de una de esas mujeres que en el norte custodian la belleza clásica de Praxíteles. En la embajada tenía una vajilla de oro que hubiera envidiado Moctezuma, y Osuna, encaprichado por la diosa, galantemente dictaminó que nadie después de ella podría comer en esos platos, y los fue arrojando uno a uno desde su terraza a la corriente del río, como Lorca tiraba limones al Guadalquivir hasta tornarlo de oro.
En medio de tales peripecias el duque mandó un retrato suyo, rodeado de lujos, a su familia en España diciendo: «Mirad cómo vivo». Sus hermanos respondieron con otro retrato en que se mostraban desnudos: «Mira cómo nos estás dejando».
Historia mágica de España y retador dandismo.