Con tantas pruebas deportivas de soporte institucional, aumenta el sedentarismo entre los pitiusos que no se atreven a salir de casa. Es como una paradoja al estilo sabio oriental que corta con su afilada katana al impertinente mosquito que perturba el nirvana meditativo.
Autovías, calles y pueblos cortados, atascos tremendos, grave riesgo de ser atropellado por algún escandinavo ataviado con un maillot fosforito, estruendo inarmónico de verbena isotónica y algarabía de aficionados a los trabajos forzados, gran parte de las fuerzas del orden dedicadas a acompañar a los nativos o forasteros deportistas que necesitan competir a la vista de todo el mundo…
Esto del deporte organizado para molestar a los demás provoca mucho sedentarismo, enfados y subidas de tensión; también visitas al bar, si llegas caminando, donde puedes pedir alguna copa que sienta infinitamente mejor que cualquier repelente brebaje de dopado publicitario. Desde el refugio de una mesa bien surtida observas a la legión de sufridores ciclistas o agónicos corredores, tan serios que sudan y juran en arameo cuando te ven brindar alegremente. Cuestión de saber jugar.
Cuenta la leyenda que Bodhidharma llegó al extremo de cortarse los párpados porque una vez se quedó grogui mientras meditaba. Cuando sus párpados tocaron el suelo ascendieron dando origen a la primera planta del té. Por eso dicen que el sabor del Zen y el sabor del té son lo mismo.
El deporte, como la meditación, están muy bien siempre que no se caiga en fanatismos. Pero estas pruebas subvencionadas de deporte competitivo (¿también quieren regular nuestro ocio?) parecen diseñadas para destrozar la convivencia y serenidad otoñal. Con lo cual su efecto tiene muy poco de deportivo.