Hace apenas unos días, un buen amigo que tiene un restaurante en el centro de la ciudad de Ibiza nos dijo con resignación y contundencia: «Estoy deseando irme de la isla y volverme a la Península porque desde hace tiempo ya no siento que viva aquí». Me quedé de piedra, y aunque intenté hacerle comprender que eso no podía ser, que nos dejaría vacíos sin su presencia o que si cerraba no habría un lugar donde pudiéramos comer igual de bien, también entendí que aquellas palabras eran la cruda constatación de una sensación que llevo sintiendo desde hace tiempo… la de que esta isla, en la que vivo desde hace más de 15 años, ya no nos quiere aquí.
Atrás quedaron los tiempos en los que un gran amigo mío me soltó aquella fantástica frase de que Ibiza o te atrapa o te echa, no tiene término medio. Entonces él era un fantástico artesano que vendía sus creaciones en el Mercat Vell de la Marina cada domingo y yo daba mis primeros pasos en una preciosa casa de paredes blancas en la calle Bisbe Torres donde vivía alquilado a un precio asequible, y lo que entendí como una manera poética de hablar del magnetismo de esta isla, ahora no tiene ningún sentido porque la Ibiza actual ya no atrapa, solo te echa.
Primero nos echaron de nuestras casas a base de alquileres imposibles y pisos turísticos que se multiplican como setas cuando han caído cuatro gotas de lluvia. Todo el mundo sabe que vivir en Ibiza se ha vuelto un privilegio reservado a los que vienen de fuera y a los que están en la parte superior de la pirámide. Los que llevamos aquí décadas viviendo todo el año, los trabajadores, los jóvenes, los autónomos y hasta esa clase media que se ha convertido en una especie en peligro de extinción, están abandonando la isla. Y no porque quieran, sino porque no les dejan otra opción.
Y con ellos, se va también parte del alma de la isla. Porque no solo nos están expulsando de nuestras viviendas, también nos están arrebatando nuestros bares, nuestras cafeterías y nuestros pequeños restaurantes que le daban un toque especial a esta isla tan maravillosa. Esos que olían a café por las mañanas y a bocata, plato combinado y cocina de tu madre y tu abuela. Esos donde el camarero te saludaba por tu nombre, donde el menú era casero y el trato, familiar. Hoy, todo eso está desapareciendo, sustituido por franquicias impersonales que venden lo mismo aquí que en cualquier aeropuerto del mundo, y donde el trato de quien te atiende deja mucho que desear porque el cliente ha pasado de ser un amigo a ser un número más de entre los muchos visitantes que pasan por nuestra isla cada verano.
Pero lo más cruel es que muchos de estos pequeños negocios no cierran por falta de ganas. Cierran porque ya no pueden más y porque sufren el grave problema de la falta de personal que genera el que prácticamente nadie se pueda permitir trabajar de camarero, cocinero o dependiente en una isla donde no puedes ni alquilar una habitación decente. Tanto que, en los tiempos que corren, mantener un negocio de restauración abierto para una persona «normal» es un enorme acto de valentía del que no muchos sobreviven. La falta de vivienda y el alto coste de vida en Ibiza están asfixiando también al pequeño empresario, al autónomo o al restaurador de toda la vida, que ve como les obligan a cerrar mientras las franquicias, con su músculo económico, ocupan el espacio que queda libre. El bar de la esquina, ese que era casi como una segunda casa y que era tu refugio en las tardes y noches de invierno cuando no había nada abierto, dentro de poco tendrá un nombre con palabras en inglés, estará decorado con plantas artificiales, camas balinesas y paredes blancas y tipografía sacada de internet, y tendrá contratados camareros que no saben si están en una isla o en una zona de embarque. Sitios bonitos para Instagram, pero vacíos de alma.
Nos están cambiando identidad por rentabilidad. Memoria por márketing. La mayor parte de la isla lleva tiempo convirtiéndose en un catálogo de consumo global, con los mismos precios disparados y la misma música ambiental que podrías encontrar en los principales lugares de playa que ahora están de moda por aparecer en todas las redes sociales y en el que la cultura local ya ha sido sustituida por la lógica del beneficio.
Y no nos engañemos, esto en lo que se ha convertido Ibiza no es fruto de una deriva espontánea. Esto es lo que pasa cuando se ha gobernado durante muchos años pensando en el turista premium y no para el residente. Cuando el interés económico de unos pocos se impone al bienestar de los que aquí viven todo el año y que nos guste o no, son los que sacan las castañas del fuego de esos pocos. Es lo que sucede cuando se ha dejado que una isla crezca y se desarrolle a medida del millonario ocasional sin dejar espacio para quien recoge la basura, enseña a nuestros hijos, nos defiende de los malos, nos arregla las habitaciones o nos lava los platos. Cuando la esencia de un lugar se vende por metros cuadrados, sin pensar en lo que se pierde.
Así que sí, mi amigo el del restaurante ese al que vamos muchos ibicencos desde hace tiempo tiene razón. Mal que me pese y aunque me fastidie reconocerlo, cada vez cuesta más sentir que vivimos aquí. Ibiza lleva ya demasiado tiempo dando pasos para dejar de ser un hogar para convertirse en escaparate y al paso que vamos cada vez queda menos tiempo para revertir la situación si es que aún se puede. Y es que si no lo hacemos, dentro de muy poco, lo único típico que nos quedará será el cartel de «cerrado por franquicia (y por falta de personal)».