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Opinión

García Ortiz no es Le Senne

El fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, durante el acto de entrega de los XIX Premios anuales del Observatorio contra la Violencia Doméstica y de Género, en el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), este lunes 9 de junio | Foto: Europa Press - Carlos Luján

| Ibiza |

El procesamiento del fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, por un presunto delito de revelación de secretos no es una anécdota judicial: es el síntoma más grave de una enfermedad institucional que corroe la democracia española de la mano del partido sanchista, antes conocido como PSOE. Según el magistrado del Tribunal Supremo Ángel Hurtado, García Ortiz desveló deliberadamente datos protegidos sobre las negociaciones entre la Fiscalía y el abogado del novio de Isabel Díaz Ayuso, con un objetivo político claro: atacar a la presidenta madrileña utilizando la maquinaria del Estado. En cualquier democracia moderna, un fiscal general procesado por vulnerar la ley en beneficio del poder político dimitiría al instante. En España no. Aquí se le arropa desde La Moncloa. Pedro Sánchez y el Gobierno en pleno no solo no le ha retirado su confianza, sino que han salido en su defensa, cargando contra el juez y obviando el fondo del asunto: que se ha utilizado la Fiscalía como ariete partidista.

¿Cómo es posible que la izquierda balear exija al unísono la dimisión del presidente del Parlament, Gabriel Le Senne, procesado por un presunto delito de odio tras romper una simple fotografía en una sesión plenaria, pero no se reclame lo mismo en el caso del procesamiento del fiscal general? ¿Dónde están los paladines de la legalidad? Callan, porque la dignidad institucional les da igual. Solo les importa si pueden usarla como arma contra el rival. La democracia no se destruye de golpe, se degrada con cosas como esta: proteger al que se acusa de violar la ley si es ‘de los tuyos’, atacar al que discrepa, desnaturalizar las instituciones. El caso de García Ortiz marca una línea roja: cuando el fiscal general se convierte en operador político, el Estado de Derecho deja de ser tal. Y si los ciudadanos lo aceptamos, entonces el problema ya no es solo del Gobierno: es de todos.

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