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Los santos inocentes

| Ibiza |

En 1981 se publicaba Los santos inocentes, una novela de Miguel Delibes ambientada en un cortijo de Extremadura durante la década de los sesenta. En ella, una familia de campesinos sirve a los señores soportando graves humillaciones que éstos encajan sin rechistar. Solo quieren trabajar para que sus hijos puedan estudiar y progresar en la vida. A la familia, formada por Paco ‘el bajo’ y Régula, junto a sus cuatro hijos, se unirá Azarías, el hermano de ella, que con un déficit cognitivo y de expresión se desvive por una cría de grajilla a la que cariñosamente llama ‘milana bonita’ y a la que el señorito Iván mata durante una cacería, lo que provocará la ira de Azarías que terminará ahorcándolo. La obra, llevada posteriormente a la gran pantalla en 1984 de la mano de Mario Camus con la excepcional interpretación de Alfredo Landa y de Paco Rabal, constituye una notoria denuncia sobre la deshumanización derivada de la jerarquización de la población y de las desigualdades sociales que agrandan la brecha existente entre ricos y pobres poniendo el énfasis en la opresión, el desprecio y la humillación propinada por los poderosos señores a sus desvalidos criados, junto a la resignación de estos al asumir cabizbajos su inferior condición. Mientras unos son ricos adinerados que viven en lujosas mansiones y disfrutan de la caza y de las fiestas, otros son simples sirvientes que, aplastados por la miseria y el yugo impuesto, viven en condiciones precarias intentando subsistir.

Pero, a pesar de mostrar la realidad de nuestro país en la época en que se desarrolla, la cruda vida rural y franquista de los años sesenta, su trasfondo social sigue muy vigente en la España actual y democrática, acentuada de forma desmedida en nuestras islas, donde cada año resulta más evidente la distancia entre los poseedores y los desposeídos, pudiendo observar a diario imágenes que nos evocan estructuras feudales más propias de otros tiempos. Porque la desigualdad entre pudientes y supervivientes es cada vez más abismal, mientras las políticas implementadas resultan inefectivas para conseguir una sociedad más justa, equilibrada e igualitaria, donde los ciudadanos tengan cubiertos los servicios esenciales de educación, sanidad, justicia, seguridad y vivienda. Y es especialmente en esta última materia donde la cosa está adquiriendo unos tintes dramáticos que nadie consigue atajar hasta el punto de ser testigos de la más absoluta denigración de las personas dadas las condiciones de vida impuestas en un lugar en el que impera un sistema habitacional inhumano. Lo peor es que el sufrimiento de las clases sociales más humildes, como en la novela de Delibes, se ha normalizado por las más altas y también por quien ostenta el poder, para los que tan solo son un molesto problema que debe evitarse mostrar.

Lo sorprendente es que estas clases sociales más desfavorecidas se han anestesiado. Consideran que la rebelión por recuperar su dignidad es algo inservible y que la mejora de las circunstancias constituye una completa utopía. Se les ha inoculado el virus de la desesperanza, de que no hay oportunidad de escapar de esta triste situación, de que están condenados de por vida a la más absoluta pobreza y a sufrir sin esperanza en condiciones habitacionales deplorables. Y todo el mundo lo acepta sin rechistar. Así que, mientras unos se llenan los bolsillos con compraventas millonarias o alquileres desorbitados, otros tienen que sobrevivir en viviendas compartidas si es que pueden pagárselo, en autocaravanas perseguidos como fugitivos o en auténticas chabolas que no tardarán en ser demolidas, mostrando una estampa que hace recordar las favelas de Rio de Janeiro o de Nairobi que tanto nos sorprenden cuando somos turistas de paso y no meros trabajadores residentes que conviven con ellas a su alrededor.

Mucho se ha hablado sobre las bondades e inconvenientes de limitar el precio de los arrendamientos. Se dice que se trabaja incansablemente para terminar con el alquiler turístico y recuperar así viviendas a disposición de los ciudadanos imponiendo sanciones millonarias a los propietarios o retirándolas de las plataformas especializadas. También se publicita, junto a la prohibición de entrada de autocaravanas o de su estacionamiento fuera de las zonas habilitadas al efecto, la creación de cientos de viviendas sociales en Can Escandell e incluso de otras destinadas a funcionarios públicos en el solar tras la Comisaría. Pero, mientras esto ocurre, siguen construyéndose cada vez más villas de lujo fuera del alcance de los simples mortales. Continúan vendiéndose viviendas que superan los 500.000 euros y anunciándose alquileres de habitaciones que alcanzan los 1.000 euros. Pero, sobre todo, se siguen viendo multitud de asentamientos dispersos por las fincas de nuestras paradisíacas islas. Sí, un año más y los que están por venir. Y no olviden que estas clases humildes no son gandules sin remedio que viven del cuento de las paguitas y las pensiones, sino trabajadores que contribuyen a levantar la economía local con el sudor de su frente o que prestan servicios esenciales para la comunidad.

Pues nada, sigamos de brazos cruzados observando como proliferan estos adosados de plástico en medio de la delicada flora ibicenca convertida por obra y gracia de todos y de nadie en un paraíso efímero de falsas apariencias. Porque como ya dijera el señorito Iván en Los santos inocentes, «es lo que yo digo, ministro, que a lo mejor estoy equivocado, pero el que más y el que menos todos tenemos que acatar una jerarquía, unos debajo y otros arriba, es ley de vida ¿no?». Pero recuerden que alguien se reveló frente a todos sus desmanes y, como recoge la novela, mientras éste agonizaba «Azarías, arriba, mascaba salivilla y reía bobamente al cielo, a la nada, milana bonita, milana bonita, repetía mecánicamente, en ese instante, un apretado bando de zuritas batió el aire rasando la copa de la encina en que se ocultaba». Ojalá que en este nuevo año se adopten medidas realmente efectivas para reducir en nuestras islas el número de estos… santos inocentes.

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