Rosa Torres (Eivissa, 1958) lleva cerca de tres décadas tras el mostrador del negocio de pinturas y reformas de la calle Sant Joan de Santa Eulària. Sin embargo, Rosa es ‘miquelera' de arriba a abajo y conserva en su memoria el ‘modus vivendi' de su pueblo en tiempos de su niñez.
— ¿De dónde es usted?
— Soy de Sant Miquel, de Can Andreu de Rubió. Mi padre era Andreu y mi madre, Margalida, que era de Sant Mateu, de Can Jerra. Yo soy la segunda pequeña de cinco hermanos.
— ¿A qué se dedicaban sus padres?
—Mi padre era obrero. Trabajó, por ejemplo, haciendo la carretera al Port de Sant Miquel. En esos tiempos las hacían a mano, con pico y pala. También trabajó en la construcción de algunos de los primeros hoteles de Ibiza, como el Fenicia en Santa Eulària o el de Sant Antoni. Pero también trabajaba en el bosque, haciendo leña, por ejemplo. Lo que le salía. Mi madre se ocupaba de la casa, de los niños y, también, de la finca.
— ¿Tenían una buena finca?
— Teníamos poca finca, pero, entre los vecinos, siempre nos ayudábamos unos a otros. A lo mejor unos nos dejaban dos feixes para sembrar, nosotros ayudábamos a otros a sembrar o a recoger algo y nos llevábamos un buen saco de lo que sea. Había un gran ambiente de comunidad y de vecindad. Entre unos y otros, todos trabajábamos juntos y no nos faltaba de nada a nadie. En ese sentido, el día de la matanza era el día de la fiesta más grande. Venían amigos, familia, vecinos… Se hacía un gran desayuno a primera hora con bunyols y de todo y, cuando se terminaba el trabajo, por la tarde, se hacía la frita, el arroz de matances, se bebía vino payés y ¡hasta poníamos música en un tocadiscos!. Recuerdo que mi tío Pep me cogía en brazos para bailar.
— ¿Trabajaba mucho en la matanza?
— La verdad es que no. En realidad nunca me gustaron las matanzas. Siempre que podía, me escapaba. Como se supone que las mujeres cuando tienen la regla no pueden trabajar en la matanza, cuando fui más mayorcita, siempre dije que tenía la regla cuando tocaba matanza (ríe). Si es que me ponía enferma con solo acercarme, como mucho, les llevaba agua y ya me sentaba fatal. Además, eso de tener al animal todo el año par sacrificarlo y comértelo… no sé.
— ¿Iba al colegio en Sant Miquel?
— Sí. Los primeros años vivíamos al lado de la carretera de Sant Miquel, a unos cuatro kilómetros de la escuela. Siempre íbamos caminando con un grupito de cinco o seis vecinos, hiciera frío o calor. Cuando comenzaron a hacer los hoteles del Port de Sant Miquel, el Cartago y el Galeón, había un autobús que llevaba cada día a los obreros de los hoteles. Entonces, cuando nos encontraba, se paraba y nos acercaba hasta la escuela.
— Al terminar el colegio, ¿siguió estudiando?
— No. Para seguir estudiando había que ir a Vila y, desde Sant Miquel, era complicado. Así que comencé a trabajar en la temporada en un kiosco del Port de Sant Miquel. Mi hermana, Margarita, trabajaba en el kiosco de en frente y, para poder estar más tiempo juntas, fui a trabajar al lado. A los 15 años me fui a trabajar a la Barbacoa de Santa Gertrudis. Durante los dos últimos años que estuve allí, alterné ese trabajo con otro, en muebles Aterco, en Santa Eulària. Allí empecé a trabajar a tiempo completo con 22 años. Allí estuve hasta el 85, cuando abrí con mi hermana un par de puestos de alimentación en el Mercat de Santa Eulària.
— ¿Estuvo mucho tiempo en el mercado?
— Diez años. No es que fuera mal, pero no me gustaba mucho. Aunque hice muy buenos amigos, eso era como una familia, no me gustaba trabajar en un lugar que es oscuro, como un sótano, un año tras otro. Entonces, en 1995, fue cuando mi marido y yo montamos Pinturas y Decoraciones Santa Eulària, donde seguimos trabajando a día de hoy, con nuestro hijo Andrés. Nos dedicamos a la construcción y a la pintura, a parte de vender productos en el local de la calle Sant Joan.
— Entonces lleva casi tres décadas en el negocio de la construcción ¿ha cambiado mucho en estos años?
— La verdad es que, gracias a Dios, siempre hemos tenido bastante trabajo. También es verdad que ha habido épocas en las que hemos tenido diez trabajadores y, en otras, entre pintores y albañiles, hemos tenido hasta 50. Pero la verdad es que no vale la pena el agobio que supone trabajar a ese nivel.
— El negocio, ¿tiene futuro?
— No es un negocio fácil. La burocracia lo complica todo. Sobre todo para las empresas pequeñas y mediana. Entre inspecciones, IRPF, IVA, los porcentajes que imponen… es agobiante y da la sensación de que trabajas para el Estado. De esta manera, el empresario mediano va a desaparecer. Es el que lucha y tira de España, pero lo están asfixiando de tal manera, que llegará un momento que habrá que cerrar puertas. Entonces, no se encontrarán albañiles, ni pintores, ni fontaneros, ni nada.