Jaume Torres (Sant Joan, 1948) ha dedicado la mayor parte de su vida profesional al taxi. Sin embargo, también pasó buena parte de su juventud como experimentado mecánico después de haber probado como ayudante de cocina cuando no era más que un niño.
—¿Dónde nació usted?
—Nací en Can Fracesc, en Sant Joan. Yo soy el menor de seis hermanos: Toni era el mayor y era carpintero. Joan, Pep y Vicent (del bar Xic) eran los siguientes y después está mi hermana Antonia. La diferencia de edad entre nosotros era considerable. Con Toni me llevo más de 20 años.
—¿Quiénes eran sus padres?
—Mi madre, Antonia, vino de Sant Miquel, de Can Rotes. Mi padre era Toni de Can Fracesc. Con solo 17 años se marchó a Cuba y, cuando volvió, se compró la casa y la finca contigua a la de mi abuelo. Se dedicó siempre a la pesca, al campo y a trabajar en la montaña haciendo carbón o cortando pinos.
—¿Recuerda usted el trabajo de su padre en la montaña?
—Sí. Cuando era pequeño alguna vez acompañaba al grupo de hombres que iban a hacer madera. Yo me encargaba de llevarles las ‘baldraques' (botijos) de agua. Cortaban los pinos y, una vez en el suelo, los empujaban con una mula o a mano hasta un ‘rengall' (un acantilado) para lanzarlos al mar desde allí. Había unas barcas que salían de Benirràs, que eran de los Batllets, que los recogían y se los llevaban.
—¿Iba usted al colegio?
—Sí. Al principio iba a Sant Joan, pero no sé bien por qué, me acabaron cambiando a Sant Llorenç con un maestro particular, en Can Marí. Estaba a seis kilómetros de mi casa y cualquier cosa que pudiera haber aprendido en clase, lo perdía por el camino (ríe). El primer kilómetro y medio lo hacía yo solo. A partir de allí nos íbamos juntando un grupito de niños que íbamos todos juntos.
—¿Eran un grupo de niños muy traviesos?
—No te creas que mucho. Jugábamos como todos los demás, nos divertíamos haciéndonos carros de madera para tirarnos cuesta abajo y cosas por el estilo. Pero no se puede decir que fuéramos muy malos. Si embargo, el profesor sí que tenía la mano larga. Tenía un ‘garrot' con el que bastaba que no te supieras la lección para que te atizara con él. Una vez que yo no me la sabía me levantó el ‘garrot' por última vez. Antes de que llegara a golpearme se lo arrebaté de las manos, se lo partí por la mitad, lo tiré a las ‘feixes' por la ventana y salí corriendo. «¡Ya te pillaré!», me dijo mientras me escapaba. «No me pillarás porque no voy a volver nunca», le contesté. Ya no volví más al colegio.
—¿Cómo se lo tomaron sus padres?
—No muy bien. Querían que volviera al colegio pero yo insistí en que no iba a volver. Aunque tampoco les gustó, decidí irme a trabajar a Vila. Tenía 13 años y me puse a trabajar en la Fonda Costa con Juanito y Eulària. Me tenían en su casa como uno más de la familia. De hecho, aparte de pelar patatas, retirar las mesas y fregar los platos, una de mis funciones era cuidar del pequeño de sus hijos, José María. Todavía seguimos siendo amigos, tanto de José María como de su hermano Juanito.
—¿Trabajó mucho tiempo en la Fonda Costa?
—Alrededor de un año. Después me fui a Sant Antoni, al Hotel s'Estanyol, pero al cabo de unos días me mandaron al Hotel Zenit, que era de los mismos dueños. También estuve en El Corsario un tiempo antes de ponerme a trabajar en el Bar Rafal. Siempre estuve en la cocina hasta un día que se estropeó el ventilador del bar. Le pedí a Rafal que me dejara intentar arreglarlo y lo logré. Me dijo que yo no debía ser ni camarero ni cocinero, que lo que tenía era talento para ser mecánico.
—¿Se hizo mecánico?
—Así es. Con 16 años fui a pedirle trabajo a Paco de La Mariana y me puse a trabajar con él como mecánico hasta que tuve unos 20. Me encantó la mecánica y me puse a hacer diferentes cursos y a prepararme. Como ya tenía bastantes conocimientos, ‘Caseres' de Santa Eulària me vino a buscar para trabajar con él. Allí estuve dos años, hasta que alquilé el taller Marí para ponerme por mi cuenta. Un año después, con 23 años, me llegó la dichosa cartita para que fuera a hacer la mili y tuve que abandonarlo todo.
—Le mandaron la citación para el servicio militar un poco tarde, ¿no es así?
—Así es. Yo estaba ‘defensat' (exento) de hacerla por ser hijo de padres sexagenarios. Lo que pasó fue que ‘Pujolet', el secretario del Ayuntamiento de Sant Joan, me hizo una mala jugada. Hizo saber que yo tenía hermanos mayores que podían cuidar de mis padres. Cuando me enteré, lo agarré por el cuello de la camisa y le dije bien claro: «Si yo entro a algún sitio en el que estés tú dentro, tú vas a salir y si tú vas a entrar y yo estoy dentro, ni se te ocurra cruzar la puerta». Así fue.
—¿Fue una mili muy dura?
—No, la verdad es que estuve muy bien. Lo malo fue que medesbarató la vida en un momento importante. La mili la hice como ‘el abuelo' y me destinaron como asistente del teniente coronel. Todavía tengo una relación de amistad con su familia.
—¿Qué hizo al terminar la mili?
—Casarme con Catalina, de Can Petit. Con el tiempo tuvimos a Lidia, a Jaume y a Víctor que, entre todos, ya nos han hecho abuelos cinco veces. Al volver de la mili estuve un tiempo trabajando en una cantera antes de ponerme de nuevo como mecánico. En aquellos años los taxistas intentaron montar una cooperativa y tenían un local en el que me contrataron para instalar butano en los taxis. En aquella época se ponía butano para consumir menos gasolina. Un día que un taxista me pidió que le arreglara el motor, descubrí que no estaba ni asegurado, ni contratado ni nada. La cooperativa fue un fracaso. Los taxistas nunca han sabido entenderse. Todos son abogados, ingenieros, procuradores y jueces.
—¿Siguió trabajando como mecánico?
—La cuestión es que, cuando me enteré de todo, estaba sopesando aceptar una propuesta apoyado en la puerta del garaje cuando apareció el taxista al que le arreglé el motor, Pep ‘Salvador'. Le expliqué la situación y me ofreció trabajar con él. A mí nunca me ha gustado conducir y le dije que no, pero me hizo una oferta que no supe rechazar, así que, con un vermut por delante, me acabó convenciendo para trabajar a medias. Le dije que tenía que consultarlo con mi mujer y a las cuatro de esa misma tarde ya estaba delante de casa con su Seat 127 negro e impoluto. Al cabo de un tiempo me acabé comprando la licencia número 9 y me jubilé hace un tiempo tras cuarenta años como taxista.
—¿Ha cambiado mucho el mundo del taxi desde que comenzó?
—Muchísimo. Entonces éramos muy pocos, 92, y había mucho compañerismo. Jamás nos adelantábamos ni nos poníamos por delante del otro a la hora conseguir un viaje. Poco a poco se fue masificando y perdiendo la cortesía entre taxistas. Ahora ni nos conocemos.
—Tendrá mil anécdotas.
—Sin duda. En tiempos en los que había tanto hippy se me subieron tres detrás que tenían muy mala pinta y que eran un poco bordes. Era la época en la que habían matado a dos compañeros y, la verdad, es que fui todo el viaje hasta Sant Llorenç muy asustado. Tanto que, al llegar al destino, ya tenía pensado qué hacer exactamente en caso de emergencia. Sin embargo me pagaron las mil pesetas del viaje sin problema, después me dieron 500 pesetas de propina porque, tal como me dijeron, «nos hemos dado cuenta de que estabas asustado».
—¿A qué dedica su jubilación?
—Hago de mayoral en el terreno de mi mujer (ríe). Llevé a cabo mi ilusión de plantar 400 olivos que, por culpa de la maldita xylella, se han convertido en 400 dolores de cabeza.