José Ramon Serra, Pepe ‘Puet’, nació en Cala Gració (Sant Antoni, 1947) y ha sido testigo directo de la transformación de Ibiza desde sus años de infancia en una isla rural hasta el auge turístico que marcó el devenir económico y social del lugar. Hostelero de vocación y memoria viva de Sant Antoni, rememora su infancia, sus inicios laborales y los años dorados del turismo con humor y nostalgia.
—¿Dónde nació usted?
—Nací en Cala Gració, en una casa que mis padres tenían alquilada allí. Yo era el tercero de seis hermanos: Juanito y Toni eran los mayores. Detrás de mí venía la única hermana de los seis, Maribel, y después estaban los pequeños, Miguelito y Enrique. Entre nosotros nos llevábamos una media de unos tres años.
—¿A qué se dedicaban sus padres?
—Mi padre, Toni, era ‘mestre d’obres’ y mi madre, Virginia, bastante tenía con la casa y seis hijos (risas). Mi padre fue uno de los supervivientes del buque Baleares que hundieron durante la Guerra. Le quedó una pierna gravemente herida, tenía cuatro o cinco agujeros, y, aunque vivió muchos años más, se le acabó gangrenando y, aunque lo llevamos a Palma, acabó muriendo a causa de esas heridas. El nombre de mi madre, Virginia, al igual que el de sus hermanas, Victoria, Encarnación, Felicidad y Trini, era muy exótico para la Ibiza de esa época. La razón es que mi abuelo era una especie de carabinero de puertos y viajaba por distintos puntos de la Península, y así pudo conocer esos nombres tan distintos.
—¿Cómo era la vida en Cala Gració para un niño en los años 50?
—Era bastante buena, la verdad. Vivimos allí hasta que tuve unos diez años, cuando nos mudamos a es Putxet, y cada día íbamos caminando al colegio. Como había que ir mañana y tarde, al cabo del día hacíamos hasta cuatro viajes entre casa y el puerto. En el colegio nos daban el desayuno: esa leche en polvo que estaba malísima, y un pedazo de queso que era igual de malo que la leche. Siempre acababa tirándolos, tanto la leche como el queso, ¡no había quien se lo comiera! A mí me gustaba mucho pescar, y mi madre solía mandarme a buscar, por ejemplo, cuatro ‘esparralls’. Pero no más de cuatro: no teníamos nevera y nunca traía más de lo que necesitábamos, tanto si era pescado como si eran ‘pabrassos’ que me mandaba a buscar a la montaña.
—¿Tenían otros vecinos con los que jugar?
—Sí, había unos cuantos vecinos más. Pero todos eran de fuera: valencianos, catalanes, madrileños… Estaban los Cantos, los Linares, los Escrivà, los Montojo… Nos llevábamos fatal y siempre nos estábamos peleando a base de pedradas. En una ocasión, unos de ellos, los Montojo, me capturaron y me ataron a un pino. No pude liberarme hasta que llegó Pepita, una señora que iba a darles clases de repaso en verano, y me soltó cortando las cuerdas con un cuchillo de cocina (risas). Pero no os creáis que nosotros solo recibíamos: a mí me llamaban ‘el Tigre de Cala Gració’ porque alucinaban con mi facilidad para encaramarme a los pinos (risas). En una ocasión, les hicimos una emboscada con un montón de piedras preparadas, que salieron bien escaldados (risas). También les robábamos siempre las bicicletas y nos íbamos por ahí a pasear. A la vuelta, por supuesto, siempre había ‘manec’. Sin embargo, entre familias nos llevábamos muy bien: una vez me tiré una sartén de aceite caliente encima y la madre de los Cantos —¿o era de los Montojo?— vino a curarme a diario, con una crema que tenía en su casa, durante semanas.
—¿Pudo continuar con los estudios?
—No. Cuando tenía 13 años, mis dos hermanos mayores estaban fuera de Ibiza haciendo la mili y los otros tres todavía iban al colegio. Para echar una mano en casa económicamente me tuve que poner a trabajar. Mi primer trabajo fue en la fábrica de sifones de mi padrino, Maximino, al que todo el mundo conocía como ‘Minu d’es sifons’. Además de sifón, recuerdo que también fabricábamos gaseosa y ‘piña’, que era una bebida gaseosa negra, una especie de Coca-Cola, que estaba malísima. Además de embotellar, me encargaba de repartir las botellas con un carro. ¡El asno que tiraba del carro era yo! (risas). Más adelante, mi padrino compró un motocarro y dejé de ser ‘el asno’ (más risas).
—¿Trabajó durante mucho tiempo en la fábrica de sifón?
—No. Dos o tres temporadas. Después empecé a trabajar con Toni Pere en sus bares. Tenía el Moda’s, el Tiki, el Marisco o el Mar y Sol en Vila. Entonces pasé a ser ‘el asno’ de la compañía (risas de nuevo). Me refiero a que era una especie de ‘mano derecha’ de Toni y siempre me tenía de un lado a otro. Al terminar el turno de trabajo, siempre había un grupito de extranjeras que nos esperaban a la salida para que fuéramos por ahí con ellas. Íbamos a Ses Guitarres, al Capri, a Ses Estaques… y ellas lo pagaban todo. A eso le llamábamos ‘ir de palanca’. Nos lo pasábamos muy bien, pero trabajábamos muchísimo, tanto allí como después, que estuve trabajando en otros bares como el Music Bar o el Brindis. Hacíamos 12 o 14 horas del tirón, comiéndonos un ‘bocata’ de pie, detrás del mostrador, sin dejar de trabajar. Luego, fuera de temporada, trabajaba en la obra. Eso sí: se ganaba muchísimo dinero. También es cierto que ahora, a mi edad, los excesos de trabajo y todo lo demás ya van pasando factura (risas).
—Nos habla de la época del ‘boom’ del turismo en Sant Antoni. ¿Cómo lo vivió?
—Para esa época, cuando trabajaba en el Moda’s, ya había muchísimos extranjeros. Los primeros que llegaron fueron los franceses, que venían a hacer pesca submarina y cosas así, y se hospedaban en el hotel Tarba. Después empezaron a llegar holandeses, suecos, alemanes… La verdad es que era un turismo muy bueno, ¡una maravilla! Una gente muy educada, elegante y generosa: solo con el bote que nos dejaban doblábamos el sueldo que ganábamos, unas 4.000 pesetas, que no estaban nada mal para la época.
—Entre tanto trabajo y tanta ‘palanca’, ¿llegó a ‘festejar’ con alguien de manera seria?
—Sí, con María. La conocí mientras trabajaba en el Moda’s. Ella trabajaba justo al lado, en Confecciones Roselló, y siempre me las apañaba para encontrar una excusa para ir a verla. Por ejemplo, me arrancaba un botón de la camisa y le pedía que me lo cosiera. También le hacía bromas y le tomaba el pelo, como cuando llenaba una botella de cerveza de agua y jabón y le hacía creer que limpiaba los cristales del bar con cerveza (risas). Al final conseguí ‘engañarla’ (risas) y estuvimos ‘festejant’ durante ocho años, hasta que nos casamos en 1973. Tuvimos dos hijos, José Antonio y Alicia, y ahora tenemos dos nietos, José Antonio y Marcos. Mientras éramos novios, María abrió su propia tienda, Selecciones María, que al principio fue de souvenirs, luego de juguetes y ropa, y, finalmente, solo de moda, y estuve desde entonces ayudando todo lo que he podido en el negocio, hasta que me jubilé con 65 años.
—¿A qué se ha dedicado durante su jubilación?
—A estar tranquilo, a pescar mientras he podido —hasta que tuve un buen susto en 2020 y acabé en la UVI— y he seguido ayudando como he podido a María en la tienda, que va a cerrar definitivamente el próximo viernes. A partir de entonces, me dedicaré a ir con ella cada día a hacer alguna cosa por ahí. La única condición que le he puesto es que le tocará pagar la gasolina a ella (risas).
Ellos trabadores incansables, con su esfuerzo pudieron prosperar, pudieron optar a una vivienda, una familia.