Ayer y hoy son muchas las personas que visitan los cementerios. La solemnidad de Todos los Santos, que celebramos ayer, nos hace recordar, desde la óptica de la fe a los que han alcanzado ya la plenitud de su llamada a la unión con Dios, una llamada que Dios hace a todos sin excluir a ninguno, porque todos estamos llamados a la santidad. El día de hoy, conmemoración de todos los difuntos lleva nuestros pensamientos hacia aquellos que, después de dejar este mundo, esperan alcanzar la plenitud de amor que se vive en la unión con Dios. Se trata de dos días grandes en la Iglesia que “prolonga su vida” de cierta manera en sus santos y en todos los que se han preparado a esa vida sirviendo a la verdad y al amor.
El recuerdo especial de nuestros seres queridos que han concluido la etapa de la vida en esta tierra y que cada uno de nosotros lleva en su corazón ocupa, pues, especialmente ayer y hoy, un lugar especial en nuestro pensamiento y esa memoria va expresada con un especial recuerdo en la oración y en el recuerdo agradecido de tantas cosas que de ellos hemos recibido.
La memoria que especialmente hacemos hoy de nuestros seres queridos estimula en nosotros tantas manifestaciones de cariño, de afectuoso recuerdo y también, hay que decirlo, un poco de tristeza. Una tristeza como la tuvo Jesús ante la tumba de su amigo Lázaro.
Recordar hoy todo eso, hacer presentes de un modo especial a aquellos queridos difuntos que han caminado en el mismo camino que nosotros, aquellas personas que queremos y cuya muerte física no ha destruido ese afecto y que están ahora en la vida eterna, nos tiene que llevar a reavivar nuestra esperanza, pensando en aquella meta hacia la cual, desde el primer día de nuestra vida en la tierra, nos dirigimos todos.
Quiero en este sencillo artículo compartir con vosotros, queridos amigos de Ibiza y Formentera, unos sentimientos para ayudaros a vivir bien este momento. Hoy es un día en que, visitando las tumbas y orando por los difuntos, casi casi oímos sus palabras cariñosas hacia nosotros. Una primera cosa que nos dicen es: “¡Sentidnos presentes! ¡Sentidnos vivos!”. ¿Qué quiere decir esto? Pues que los hemos de sentir cercanos no bajo el frío y la soledad de las tumbas que contienen sus restos. Es una piadosa y buena tradición visitar las tumbas de nuestros difuntos en los cementerios. Pero podemos sentir una presencia más real, más fuerte, más auténtica si seguimos unidos a ellos con el afecto permanente y, sobre todo, sabiendo que están cercanos a Dios. Ejercitémonos pues en sentir esa presencia y esa cercanía a lo largo de todos los días con los momentos de oración y del buen recuerdo, a atesorar esa cercanía de modo que así no nos sentiremos solos o sin ellos.
Otra cosa que nos dicen es que la vida es preciosa. Sí, la vida que ellos han tenido y que ahora la viven en “un cielo nuevo y una tierra nueva” (Ap 21,1), una vida donde no hay ya muerte ni llanto (Ap 21,4). Pero nos dicen no sólo que la vida nueva es bella, sino que es preciosa la vida aquí en la tierra, esa que ellos han tenido un tiempo y que nosotros tenemos aún en el tiempo que nos concederá el Señor. Los cristianos no despreciamos la etapa de la vida en la tierra, sino que la vemos como una etapa que nos prepara al tesoro del cielo. Es este el aviso cariñoso que nos dan nuestros seres queridos difuntos, el aviso de que hemos de vivir con el amor aquí (Cf. Mt 25,31-56) para ver si ese amor es la semilla de nuestros pasos que dará un día el premio que Dios nos tiene preparados.
Con estos sentimientos os aliento a vivir este día en el comedido recuerdo de nuestros difuntos, siendo un día de oración, de reflexión y, en consecuencia, de serenidad y de esperanza. Incluso con el sentimiento de la humana tristeza de una separación física que dura y que tal vez en esta jornada es más fuerte, sintamos en el fondo del corazón una firme esperanza. Y pidamos a nuestros queridos difuntos que nos ayuden a que un día podamos reencontrarnos todos, juntos con ellos y con nuestro Señor resucitado. Es allí donde tenemos que ir y donde tenemos que llegar.