Anoche, mientras me despedía con una sonrisa y con una copa de vino del ruido de las obras del edificio de enfrente, hileras de leds, instaladas con alevosía y premeditación, iluminaron mi casa convertida en el escenario de “Leaving Las Vegas”. El salón, que durante este confinamiento ha sido despacho, guarida y ventana al mundo, resplandeció como si fuese un casino al amparo de la bizarra idea de algunos «modernos» que en algún momento pensaron que la contaminación lumínica era estética.
Érika, mi vecina de abajo, me escribió pasadas las once de la noche para preguntarme si tomábamos una copa y jugábamos un blackjack, ya que el ambiente recreaba el de ese rincón exótico de Nevada, mientras que yo miraba aturdida mi anillo y sonreía a mi novio por si quería protagonizar una boda secreta y loca sin movernos del sofá.
A mí, que me gustan las cosas sencillas, las paredes blancas y la gente llana, me sigue sorprendiendo cómo el mal gusto se cuela en recodos imposibles como las repisas de una terraza. La elegancia se viste de menos, que al final es más, y las vistas desde esta atalaya cada día me regalan historias extrañas provenientes del mismo lugar: una chica que se tira desde un balcón, un perro aullando de pena durante noches enteras, dos italianos saltando desde un segundo piso a la piscina, una pareja que se grita en varios idiomas y al instante se abraza, una mujer fregando el suelo en pelotas y otra limpiando durante una hora de reloj las cristaleras… y ahora esto, luces led manchando la noche.
Como mi oftalmólogo está preocupado por las horas que paso frente a la pantalla, me ha recomendado que cada hora descanse la vista cinco minutos y durante ese tiempo curioseo las vidas de quienes habitan el edificio más extraño del mundo. Antes era de color azul y me servía para indicarle a la gente cómo llegar a mi casa, pero ahora lo han pintado de un gris tan claro que mi madre lo llamaría blanco sucio y lo han tapizado con mármol como si fuese la Basílica de San Pablo. Durante el día he sufrido desde hace meses, como les he contado en estas páginas, el atronador sonido de una grúa cuyo pitido se me colaba hasta en el alma y en los descansos veía cómo dos hombres pintaban sin mascarilla su fachada. Un día incluso los grabé con el teléfono y canté la canción de Titanic para ambientar su ascenso a las alturas. Ahora que han terminado su trabajo y que las radiales y otros instrumentos del diablo se han apagado nos han dejado esta sorpresa al más puro estilo hollywoodense. Ha sido como el final de Seven: macabro e impredecible.
El hecho de sentir que un grupo de agentes irrumpirá en mi terraza en cualquier momento a lomos de un helicóptero con focos parece que va a repetirse cada noche y lo cierto es que no sé muy bien cómo terminar esta bitácora, si riéndome de lo que me espera o terminándome la botella de vino.
Por cierto, en Leaving Las Vegas al menos había buen jazz, así que voy a escuchar un poco de música para ver si apago de alguna manera esto.