Junio siempre ha sido un mes bonito. El colegio terminaba y tras el baile de fin de curso nos permitían bañarnos en la piscina, cerrada el resto del año por el frío clima arandino. Comíamos todos los días frutas deliciosas, siempre rojas, y entre cerezas, sandías y fresas con nata celebrábamos el cumpleaños de mi hermana Miriam al aire libre. El cielo olía a cremas solares y la palabra vacaciones comenzaba a repiquetear en el aire.
Después llegó el instituto y las fiestas de los pueblos, la noche mágica de San Juan en la que siempre amanecíamos comiendo churros en bares extraños, las lluvias de Perseidas tiradas en la vía del tren con una manta y las tardes en las que nos oscurecía en la plaza. En la universidad los exámenes borraron su cigarral música de golpe y porrazo, pero tomar el sol en alguna vereda cercana al Pisuerga ponía luz a aquellos días de café y codos que nunca fueron tan largos como los de este 2020.
En junio nació también mi sobrina Carlota, quien lleva preocupada desde marzo por si no puede tener una fiesta a la altura de sus siete. Tuvo a bien esperarse a que yo estuviese en Madrid, donde tenía una reunión, a 15 minutos del hospital en el que vino a saludarnos y el mismo día el que unos años antes nació mi novio. Mi hermano Mario y yo, que no creemos en las casualidades, coincidimos en que era una señal que lo introducía del todo en la familia. Después su sobrina Sofía, y mi ahijada número 5, decidió venir al mundo un 14 de noviembre, para cerrar el círculo y darme también una sobrina con la que compartir tarta y velas. En definitiva, y sin ninguna duda, junio es un mes bonito.
La llamada que me llevó a terminar conduciendo el programa matinal de la Cadena Cope en Burgos a la semana que concluir mi contrato en la Ser de Valladolid se produjo un 4 de junio, el mismo día en el que nació María, quien se convirtió en Ibiza en mi hermana del alma. Y fue precisamente desde esa emisora desde la que cuatro meses después me trasladaron a la isla. Para terminar con las razones que me llevan a pintar de rosa y azul este mes, también en junio nació Ana, quien es, desde que nos conociésemos hace más de una década al amparo de un partido de pádel, mi maestra, mi confidente y mi amiga de vidas pasadas y futuras.
Puede que este 7 de junio termine el estado de alarma y con él esta bitácora, dentro de una semana exactamente, o tal vez no y sigamos juntando letras y miradas pero, sea como fuere, lo haremos desde esta nueva fase que se ha vestido de una falsa tranquilidad que nos lleva a olvidarnos del confinamiento y a repetir patrones. Nos morimos por dar todos los abrazos que hemos fabricado para los nuestros sin darnos cuenta de que pueden llevar precisamente esa palabra cosida, llenamos playas y terrazas y nos sacudimos los restos de la pandemia como si hubiesen sido una mala pesadilla, pero lo cierto es que han sido de verdad y que esto todavía no ha acabado.
Hemos metido el pie poco a poco en el agua, aterrados por si estaba fría, y al ver que no pasaba nada nos hemos tirado en bomba sin darnos cuenta de que una vez dentro tal vez ya no podamos salir y que lo importante es ver despertar otro junio, aunque no sea este y debamos esperar un año para que el monstruo escampe, porque siempre ha sido un mes bonito y para que no cambie los hospitales deben estar vacíos y las pandemias quedarse en un mal sueño.