Pablo Javier Branda, un argentino de 29 años, ha sido la primera persona que ha muerto en Eivissa en una fiesta ilegal. Vivía con otros jóvenes en una discoteca abandonada de Sant Antoni y lograba algún dinero haciendo números de fuego en los que arriesgaba su integridad física. Un acantilado de Santa Agnès le costó la vida el pasado 27 de julio, cuando decenas de personas se concentraron en un lugar conocido como las Puertas del Cielo para celebrar una festividad del calendario maya. La siguiente reunión que se iba celebrar, una tan «tradicional» como la de la luna nueva de agosto en Benirràs, ni siquiera empezó.
El Ayuntamiento de Sant Joan alertó sobre ella tras recoger las quejas vecinales, la desautorizó y la Dirección Insular dio instrucciones a la Benemérita para que se montara un dispositivo, la misma situación que se vivirá el próximo martes ante una nueva convocatoria para esta celebración. Branda era probablemente uno de esos jóvenes que creía en la comunión con la naturaleza, en energías positivas y negativas y en otros legados que son comunes al acerbo de civilizaciones ya desaparecidas o asimiladas por las culturas de los nuevos tiempos.
Si no llegaba a tanto, al menos sí era una de esas personas a las que simplemente gustaba oír música «trance» y estar horas, días incluso, «acampado» con gente que como él se resisten a que caigan en el olvido corrientes y formas de pensar heredadas del movimiento «hippy». Pero la realidad siempre es más complicada que la utopía, y más aún cuando modos de pensar y posturas se enfrentan con órdenes establecidos donde hay que salvaguardar los derechos de todo el mundo.
Branda participaba en una fiesta que ya había sido interrumpida en dos ocasiones por fuerzas policiales al no contar con ninguna autorización para llevarla a cabo. Se celebraba en un lugar recóndito, extremadamente peligroso, y donde a nadie se escapa que se consumían drogas y donde la música «bombardeaba» a los vecinos aunque ellos se parapetaran entre los muros de sus casas.