En ocasiones somos incapaces de reconocer si el acto logró efecto, o si el artefacto actuó tal y como indica el enunciado de la obra. Aun así observamos una clara lucha de fuerzas, porque no, sobrenaturales que ostentan medida pero desvanecen a medida que avanza el tiempo.
Sabemos que la naturaleza nos supera. También sabemos que el humano plantea desafío incontrolado en momentos inoportunos e inadecuados. Así somos. Y quien dijo que el reconocimiento es el primer paso hacia la mejora, no equivocaba en ningún sentido, ni siquiera en el reflexivo...
Se transforma el obrar humano en algo casi cariñoso, pueril y porque no, melódico sí imaginamos el son de esta fuerza invisible que únicamente es capaz de convertirse en notable mediante su propia acción cuando afecta a todo aquello que desafía su paso, cediendo, pero no por voluntad, sino por falta de alternativa sobresaliente.
La deformación de la obra acentuada por el material escogido es un éxito que lucha por un puesto expuesto como si de un concurso de belleza se tratara. Cuánto más salvaje, más preciso es el resultado determinando una acción sumamente brutal e indomable por las diferentes capacidades terrenales.
El resultado es el deleite, la aceptación. Imaginamos como esa fuerza invisible se auto capacita, para dentro de su propia brutalidad acabar acariciando la inflexión humana representada por materiales poderosos, ahora por ubicación vulnerables.
El óxido ejercita como pátina que subleva la melancolía innata de la autodestrucción. Subroga la tentativa del vínculo marcando un final determinado que seguramente sobrevivirá alguna generación. Para ampliar la escenificación podríamos añadir al sonido de las fuerzas naturales otro elemento audible desencadenado por piezas metálicas que con el paso de la cronicidad se desenganchan y a través de las citadas inclemencias acaban provocando algo parecido a un artífice repique de tambores.
Y después del tormento arriba la calma. El silencio. Los contrastes visuales entre deterioro y vitalidad natural. El tiempo de análisis y reflexión. Quizás algo parecido a un momento zen, que involucra a la vez las formas creadas por el escultor, aparentemente deformadas por la meteorología pero en realidad sujetas a una previsión programada, conspirando con la calma que sí podemos disfrutar a diferencia de los espacios intempestivos y que por propia seguridad agradecemos el refugio de nuestros miedos más íntimos, alejándonos de ciertos lugares en momentos inhóspitos.
El resultado de esta obra es una auto evaluación. Intervengo como humano en el devengo de la naturaleza y asumo al mismo tiempo la propia debilidad aceptando ésta como virtud y no desgracia. Y aquí llega el momento de plantearse sí precisamente generaciones futuras deben asumir o no la restauración de un deterioro buscado por el escultor, o permitir que poco a poco esta obra desvanezca y reste únicamente en la memoria como ocurre con nosotros mismos...
Y peinando el viento en una ironía autocrítica y sana, nos sumergimos en las inquietudes más profundas de su creador. Topamos con la finalidad de la existencia que sólo se percibe mientras se presencia; una vez finada recupera la memoria de lo vivido, enfrentando el olvido a los momentos más bellos de nuestras impresiones experimentadas, que en ocasiones son bastante más impresionantes que alguna estampa, algún recuerdo.