¿Cuántas veces hemos hablado de esculturas? Públicas, se sobreentiende. O mejor dicho, aquellas que se encuentran expuestas en espacios públicos externos e internos. Y cuántas veces estas esculturas se convierten en punto de encuentro y comunicación de oriundos y visitantes y son invitadas a formar parte de un selfie, una postal o simplemente en recuerdo del pasado, porque ya no es.
Cada vez que tropezamos con una escultura, no en el sentido de caer y lastimarnos, sino en el sentido de que esa escultura ha sido capaz, no solo de llamar nuestra atención, sino que también ha logrado que nos detengamos y valoremos esta nueva impresión, y aunque posiblemente ya la conozcamos, porque en algún momento apareció en cualquiera de los medios actuales, nos atrae porque por fin somos nosotros los protagonistas de este encuentro cultural. Ya no se trata de sumar puntos en una visita guiada, sino más bien de reconocer la necesidad humana de flotar entre bastidores logrando así un aprecio más que deseado del arte.
En el caso de que la obra se encuentre en la vía pública, observamos una cercanía entre esta y el espectador, que en un espacio expositivo cerrado, sería un logro dificultoso. Y aquí la obra de arte sorprende por su proximidad. Sorprende por la ausencia de obstáculos físicos, incluso psicológicos. No existen cintas limitadoras o franjas adhesivas marcando la máxima aproximación en el pavimento; no interfieren vallas o zanjas que impiden la fusión entre admirador y escultura.
Bueno, no es cierto del todo. Algunas están colocadas sobre zócalos, incluso coronando monumentos. Otras resaltan tras vallas forjadas, que en sí ya son arte, aplicado, pero arte. Pero la tendencia contemporánea es más bien aproximar los volúmenes creados al ciudadano de manera que la fusión pueda ser directa, procurando contacto no solo visual.
Recordemos los fameliars y los podencos de la villa del rio, Macabich en Sa Carrossa, que no se cansa de ser abrazado… se salva el caballito de Ricardo Curtoys por no estar permitido pisar la hierba de la placita, pero solo por eso. Si nuestro lugar geográfico perteneciera a una zona más lluviosa, en esta plaza seguramente no habría ni valla.
Recordemos el Huevo de Sant Antoni, ubicado en la rotonda de acceso a la villa que tras insistencia de los visitantes por pretender inmortalizar el momento accedían a esa zona ajardinada marcando huella, se habilitó un empedrado para facilitar el acceso y no dañar lo plantado. Y eso que la propia rotonda no cuenta ni siquiera con marcas viales para que peatones puedan acceder a ella. Se ha creado así, gracias a la incompatibilidad viaria una permisividad tolerada. Bien.
Lo mismo ocurre con la rotonda de los multicines en Vila; el espacio en sí, si cuenta con caminitos que dan acceso al monumento, a la llama, pero no se puede acceder cruzando la vía. Al menos eso fue lo que hace algún tiempo me recomendó un agente municipal que en aquel momento estaba supervisando el flujo vehicular durante unas obras en la propia vía. Cuando pretendía cruzar los carriles para acceder a los caminitos que llevan a la escultura, me increpó preguntando que a donde me dirigía y advirtió ante la respuesta “a Vila” que si quería evitar ser denunciado accediera a la ciudad a través del puente o el paso de peatones cercano.
Suerte que no siempre existe esta opresión autoritaria y podamos vivir el arte… aunque recuerdo como adolescente otro agente municipal me echo del madrileño monumento a Colón… reservo estas experiencias anecdóticas con cariño en mi memoria.